El pueblo
afro Hoscos: la otra cara del carbón en la Guajira
Desde hace más de
tres décadas, el pueblo Hoscos, enclavado en el Alta Guajira, ha sido testigo
de una de las más dolorosas paradojas del llamado “desarrollo”; la riqueza
fluye hacia otros territorios, dejando a su paso despojo, desplazamiento y
vulneración sistemática de los derechos humanos.
Por: Jefferson
Montaño Palacio
La operación del
complejo carbonífero del Cerrejón, una de las minas a cielo abierto más grandes
del mundo, ha significado para los habitantes del pueblo Hoscos y comunidades
no solo el deterioro ambiental de sus territorios ancestrales, sino también el
inicio de un proceso de fragmentación cultural y social profundamente injusto.
Amparada por un Plan de Manejo Ambiental y con el visto bueno de las
autoridades estatales, la empresa Carbones del Cerrejón, la cual fue comprada
en su totalidad en 2022, por la multinacional Glencore con sede principal en
Baar, Suiza y Londres, Reino Unido. Esta empresa ha extendido su influencia
sobre tierras que históricamente han pertenecido a comunidades y pueblos
étnicos rurales y campesinos.
En el año 2010, el
Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible expidió un oficio que ordenaba
la reubicación de los habitantes del pueblo Hoscos, como medida para mitigar el
impacto de la minería. Catorce años después, el proceso continúa inconcluso.
Algunas familias han sido trasladadas a viviendas construidas a lo largo de la
carretera nacional en zonas que, si bien cuentan con servicios públicos
domiciliarios y planificación urbana, esto no representa sobre manera el
arraigo cultural y simbólico de estos pueblos.
La reubicación no solo es física, es también espiritual, identitaria y emocional. Es lo que para
la empresa puede parecer un proyecto de vivienda con estándares modernos, para
el pueblo Hoscos es una agresión directa a sus costumbres, usos y saberes; a su
arraigo campesino afrodescendiente. Las casas con agua potable y electricidad
no compensan la pérdida de su territorio, del paisaje, o de las prácticas
agrícolas tradicionales, ni mucho menos del tejido comunitario que da sentido a
su existencia, a nuestras existencias.
En la negativa del
pueblo Hoscos a no aceptar este modelo impuesto de reubicación no debe verse
como un capricho, sino como un acto de resistencia frente a un modelo extractivista
que ha hecho caso omiso y de oídos sordos a sus demandas, incluso cuando estas
han sido respaldadas por el propio Estado-nación. La empresa en lugar de
abrir espacios dignos de dialogo intercultural ha continuado adelante con sus
proyectos, invisibilizando las voces que no encajan en sus planes de
territorialización, es decir, su (compensación).
Es más que
necesario se realice la reparación integral de este pueblo, que se respete su
derecho a decidir sobre su territorio y que se reconozca la deuda histórica que
el Estado-nación y multinacionales tienen con estos pueblos étnicos. La riqueza
del carbón no puede seguir enterrando la dignidad de los pueblos originarios
étnicos en especial al pueblo afrodescendiente.
¿Por qué no hay
desarrollo posible sobre la negación del otro o de un pueblo étnico? ¿Por qué
ningún Plan Ambiental puede justificar el silencio forzado de quienes han
habitado la tierra mucho antes que la llegada de las retroexcavadoras?
El debate jurídico
que lleva la Corte Constitucional tiene como trasfondo dos interrogantes
claves: ¿Vulneró la empresa Cerrejón Glencore, los derechos fundamentales de
estas personas al negarles su carácter de pueblo étnico afrodescendiente en no
realizar una consulta previa adecuada? ¿Ha sido vulnerado su derecho al agua,
como consecuencia directa de la actividad extractivista?
Estas dos
preguntas me llevan a revisar una realidad muy incómoda: el modelo de
desarrollo que se impone sin reconocer las voces ni los derechos de quienes
históricamente han habitado estos territorios. La Corte, si bien reconoce que
la acción de tutela es una vía subsidiaria para proteger derechos colectivos
como el ambiente sano, también abre la puerta a su uso cuando hay una afectación
directa y grave de derechos fundamentales como la vida, el acceso al agua y la
salud. Esto es precisamente lo que está en juego.
Lo que este caso
evidencia es una doble injusticia: por un lado, una empresa que pretende
imponer un modelo de reasentamiento sin respetar la identidad
étnico-territorial cultural y social de los pueblos afrodescendientes; y, por
otro lado, un Estado-nación que ha sido permisivo mediante el deterioro
ambiental y la escasez de agua que afectan la dignidad de estos pueblos y
comunidad en general.
Finalmente, la
Corte Constitucional ha manifestado con claridad que el reasentamiento no puede
ser simplemente una reubicación geográfica. Reasentarse es garantizar medios de
vida alternativos, estabilidad económica, y condiciones que, al menos, igualen
la calidad de vida previa. No obstante, también es reconocer el valor simbólico
del territorio, de la cultura y su pertenencia. De hecho, si esto no se
garantiza, lo que se impone es una forma moderna de desplazamiento forzado con
disfraz de la institucionalidad. Este caso no es solo una disputa legal. Es una
prueba de fuego para la justicia ambiental y pueblos étnicos en Colombia.
¿Puede el país
continuar permitiendo que el progreso se construya sobre el silencio de los
pueblos históricamente marginados? ¿Por qué el carbón puede valer o tener
más derecho que el agua? ¿Por qué la dignidad no se negocia por encima de una
identidad colectiva a cambio de desarrollo?
Pues bien, en el
polvoriento corazón de La Guajira, donde la riqueza del subsuelo contrasta
cruelmente con la pobreza de la superficie, la historia del Consejo Comunitario la Patilla, Chancleta, representa una herida abierta que ni la ley, ni las empresas,
ni el Estado-nación han querido sanar ante el desplazamiento de su territorio
ancestral y su identidad, por causas netamente de la expansión minera del
Cerrejón de La Guajira.
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